Marx y Engels sentenciaron que
Balzac era paradigma del escritor incapaz de traicionar la realidad aunque
traicionara así a su ideología. A pesar de ser monárquico, los personajes más simpáticos
del autor de La comedia humana – esa saga
gigantesca de 66 novelas- son republicanos. La clave de esa contradicción puede
encontrarse en las cartas y anotaciones de Balzac: hablan de alguien que
escribe en estado casi alucinatorio.
“Un lunático – dice en una
suerte de diario- suele ser un hombre que viste a sus pensamientos, los
convierte en seres vivientes, los ve y les habla”. El lunático, obvio, era él.
Tal vez tenía la intuición del poder autodestructivo de su capacidad creadora. A
Guy de Maupassant ese poder lo ingresó en la locura. A Balzac lo llevó a la
muerte en 1850, a los 51 años de edad.
El gran novelista vivía en
estado de literatura. Se cuenta que una vez escuchaba a un amigo desahogarse
por la muerte reciente de su hermana y la grave enfermedad de su madre: si la anécdota
no es apócrifa. Balzac lo interrumpió luego de varias horas de guardar silencio
perfecto diciéndole: “Todo eso está muy bien, pero volvamos a la realidad.
¿Quién se va a casar con Eugénie Grandet? (la
protagonista de la novela del mismo nombre)?”
Oscar Wilde afirmaba que la
mayor tragedia personal de Balzac había sido la muerte de otro de sus
personajes. Lucien de Rubempré, a quien suicidó en Esplendores y miserias de las cortesanas. Proust aprobó con placer
la idea wildeana. Él también vivía de la vida que creaba en su escritura.
Otra es la frase de Wilde que
más hubiera gustado a Balzac: “El siglo XlX, tal como lo conocemos, es en gran
medida una invención de Balzac”. Y si, Balzac ambicionaba “competir con el
Registro Civil” pintando a sus contemporáneos y sucedió, como quería Wilde, que
la naturaleza imitó al arte. El francés
escribió, además de novelas, incontables artículos periodísticos, ensayos,
obras de teatro, cuentos. En Ilusiones
perdidas, Vautrin le cuenta a Rubempré la historia de un hombre joven que comía
compulsivamente papel. Sería el papel en blanco de lo que no se puede escribir.
O quizás la imagen aunada de los apetitos de Balzac por la comida y la
escritura. Especialmente por que las devoraba en un amén, especialmente las
peras. Pero comía moderadamente en los tiempos de escribir. Como si los dos
apetitos sólo fueran compatibles como símbolo y ficción.
El tercer apetito de Balzac
era de mujer. Por El lis en el valle
circula, a guisa de personajes, cuatro de sus amantes, que a veces fuero
simultáneas: la “Contesta”, Sarah Lowell mujer del conde italiano Guidoboni
Visconti, la bella lady Digby , con quien tuvo un amor cortito; Laura de Verni,
“La Dilecta”, que conoció a los 23 años y que le dio su primera experiencia de
pasión amorosa y Eveline Hanska, condesa polaca y relación principal con quien
casó poco antes de morir.
Hemingway decía que entre las
sábanas compartidas con mujer se perdían capítulos enteros de novela. Balzac,
más terminante, dijo que con cada eyaculación se le iba una novela. Cabe
preguntarse cuantas habría escrito si hubiera llevado una vida más continente. Pero
el apetito más voraz de Balzac -más bien hambre- fue de tiempo. O de eternidad.
A lo mejor escribía para retrasar la muerte. En sus cartas se quejaba de la
cantidad de proyectos que no podía llevar al papel… porque estaba escribiendo. “
A veces me parece que cerebro arde y que estoy destinado a morir sobre las ruinas
de mi mente”, confió a un amigo. “Mi biografía
es mi obra” y escucho esa frase como grito. Alguna vez pensó salir de ese
destino poniendo un almacén en sociedad con Gérard de Nerval, George Sand y
Théophile Gautier. El proyecto no cuajó, del mismo modo que no caminó el
restaurante que Leonardo Da Vinci abrió con Sandro Botticelli. Es curiosa esa
tentación de artistas y escritores de escapar a su sino por vía de la cocina. Explicable también, la alimentación es una
realidad mucho más concreta que la creación. Cada momento de la creación
cuestiona toda la creación. Ante un bife con papas fritas no cabe duda alguna.
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