domingo, 21 de julio de 2024

Apetitos por Juan Gelman

 


Marx y Engels sentenciaron que Balzac era paradigma del escritor incapaz de traicionar la realidad aunque traicionara así a su ideología. A pesar de ser monárquico, los personajes más simpáticos del autor de La comedia humana – esa saga gigantesca de 66 novelas- son republicanos. La clave de esa contradicción puede encontrarse en las cartas y anotaciones de Balzac: hablan de alguien que escribe en estado casi alucinatorio.  

“Un lunático – dice en una suerte de diario- suele ser un hombre que viste a sus pensamientos, los convierte en seres vivientes, los ve y les habla”. El lunático, obvio, era él. Tal vez tenía la intuición del poder autodestructivo de su capacidad creadora. A Guy de Maupassant ese poder lo ingresó en la locura. A Balzac lo llevó a la muerte en 1850, a los 51 años de edad.

El gran novelista vivía en estado de literatura. Se cuenta que una vez escuchaba a un amigo desahogarse por la muerte reciente de su hermana y la grave enfermedad de su madre: si la anécdota no es apócrifa. Balzac lo interrumpió luego de varias horas de guardar silencio perfecto diciéndole: “Todo eso está muy bien, pero volvamos a la realidad. ¿Quién se va a casar con Eugénie Grandet? (la protagonista de la novela del mismo nombre)?”

Oscar Wilde afirmaba que la mayor tragedia personal de Balzac había sido la muerte de otro de sus personajes. Lucien de Rubempré, a quien suicidó en Esplendores y miserias de las cortesanas. Proust aprobó con placer la idea wildeana. Él también vivía de la vida que creaba en su escritura.

Otra es la frase de Wilde que más hubiera gustado a Balzac: “El siglo XlX, tal como lo conocemos, es en gran medida una invención de Balzac”. Y si, Balzac ambicionaba “competir con el Registro Civil” pintando a sus contemporáneos y sucedió, como quería Wilde, que la naturaleza imitó al arte.  El francés escribió, además de novelas, incontables artículos periodísticos, ensayos, obras de teatro, cuentos. En Ilusiones perdidas, Vautrin le cuenta a Rubempré la historia de un hombre joven que comía compulsivamente papel. Sería el papel en blanco de lo que no se puede escribir. O quizás la imagen aunada de los apetitos de Balzac por la comida y la escritura. Especialmente por que las devoraba en un amén, especialmente las peras. Pero comía moderadamente en los tiempos de escribir. Como si los dos apetitos sólo fueran compatibles como símbolo y ficción.  

El tercer apetito de Balzac era de mujer. Por El lis en el valle circula, a guisa de personajes, cuatro de sus amantes, que a veces fuero simultáneas: la “Contesta”, Sarah Lowell mujer del conde italiano Guidoboni Visconti, la bella lady Digby , con quien tuvo un amor cortito; Laura de Verni, “La Dilecta”, que conoció a los 23 años y que le dio su primera experiencia de pasión amorosa y Eveline Hanska, condesa polaca y relación principal con quien casó poco antes de morir.   

Hemingway decía que entre las sábanas compartidas con mujer se perdían capítulos enteros de novela. Balzac, más terminante, dijo que con cada eyaculación se le iba una novela. Cabe preguntarse cuantas habría escrito si hubiera llevado una vida más continente. Pero el apetito más voraz de Balzac -más bien hambre- fue de tiempo. O de eternidad. A lo mejor escribía para retrasar la muerte. En sus cartas se quejaba de la cantidad de proyectos que no podía llevar al papel… porque estaba escribiendo. “ A veces me parece que cerebro arde y que estoy destinado a morir sobre las ruinas de mi mente”, confió a un amigo.  “Mi biografía es mi obra” y escucho esa frase como grito. Alguna vez pensó salir de ese destino poniendo un almacén en sociedad con Gérard de Nerval, George Sand y Théophile Gautier. El proyecto no cuajó, del mismo modo que no caminó el restaurante que Leonardo Da Vinci abrió con Sandro Botticelli. Es curiosa esa tentación de artistas y escritores de escapar a su sino por vía de la cocina.  Explicable también, la alimentación es una realidad mucho más concreta que la creación. Cada momento de la creación cuestiona toda la creación. Ante un bife con papas fritas no cabe duda alguna.  


Balzac comía peras, hasta en su escritura. Habló de ellas hasta como entidades “bajo cuya piel la Naturaleza ha instalado sabores y aromas exquisitos”. Me acordé de Gardel, para quien las mujeres eran peras en el árbol del amor. Y de François Pierre de la Varenne, chef francés, del siglo XVII, que dictaminó que “la pera es la abuela de la manzana, su pariente pobre, una aristócrata arruinada que preserva la memoria de su prestigio como un comportamiento altivo”. Y de Colón, cuando explicó que la Tierra era redonda como un pera excepto en un extremo “como pezón de mujer”.
 Y de Baudelaire, que descubrió que el apetito de un niño es igual al universo. Esa medida tenía exactamente los apetitos de Balzac.

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